UNA FAMILIA PARA DIOS
19 de octubre de 1997. Jornada Mundial de Oración por las Misiones. En la plaza de San Pedro de Roma se han dado cita millares de peregrinos de todo el mundo para participar en la celebración eucarística en la que el Papa Juan Pablo II proclamará doctora de la Iglesia a Santa Teresa del Niño Jesús, monja Carmelita Descalza del monasterio de Lisieux (Francia) y Patrona universal de las misiones. Hay un ambiente de fiesta. Personas de todas las razas, llegadas de los cinco continentes, participan con alegría de aquella proclamación que venía a confirmar la experiencia de muchas generaciones de cristianos: Teresa del Niño Jesús había vivido la ciencia del amor y enseñaba esa misma ciencia a quienes leían sus escritos. Su deseo de “amar a Jesús y hacerlo amar” se había cumplido con creces.
19 de octubre de 2008. Jornada de Oración por las Misiones. Han pasado once años de la proclamación de Santa Teresita como doctora de la Iglesia y en la basílica que lleva su nombre en Lisieux (Francia) se han congregado cientos de persona. En el interior de la misma se respira un ambiente de serena alegría y de oración agradecida. A las 10 de la mañana ha iniciado la celebración eucarística en la que el Cardenal José Saraiva Martin, Prefecto Emérito de la Congregación de los Santos y delegado del Papa Benedicto XVI, proclamará beatos a Luis Martin y Celia Guerin, los padres de Santa Teresa del Niño Jesús, proponiéndolos a la Iglesia de nuestro tiempo como modelo de familia cristiana.
¿Quiénes son Luis y Celia, esposos, padres de familia, seglares comprometidos en la Iglesia de su tiempo y que llegan a la beatificación conjuntamente como signo de la unidad del sacramento del matrimonio?
Luis Martin nació en Burdeos, Francia, el 22 de agosto de 1823, segundo hijo de una familia de cinco hermanos. Su padre, militar de carrera, se encuentra por esa época en España; los primeros años de su infancia transcurren a merced de las guarniciones de su padre: Burdeos, Aviñón y Estrasburgo. Luis conservará de ellos un pronunciado gusto por los viajes. Llegada la jubilación del capitán Martin en diciembre de 1830, decide establecerse con la familia en Alençon. Durante su actividad de militar había destacado por su piedad ejemplar. En una ocasión, al decirle el capellán de su regimiento que, entre la tropa, se extrañaban de que, durante la Misa, permaneciera tanto tiempo de rodillas después de la consagración, él respondió sin pestañear: «¡Dígales que es porque creo!». Tanto en el seno de su familia como con los Hermanos de las Escuelas Cristianas, Luis recibe una fuerte educación religiosa, pero al contrario de la tradición familiar, no escoge el oficio de las armas. Su temperamento artístico y amante de la precisión lo llevará a elegir la profesión de relojero-joyero que va mejor con su temperamento meditabundo y silencioso, y con su gran habilidad manual. Primeramente aprende el oficio en Rennes y, luego, en Estrasburgo. La estadía en Rennes hace que la región francesa de Bretaña conquiste su corazón: lo atrae su folklore, sus cantos, que más tarde recordará y alegrarán las veladas familiares.
En 1843, una estadía en Suiza le permite conocer el monasterio del Gran San Bernardo ubicado en el corazón de los Alpes. A los 22 años su alma apasionada por el absoluto se orienta de forma natural a la vida religiosa y en el umbral del otoño de 1845, Luis toma la decisión de entregarse a Dios, por lo que se encamina al Hospicio de San Bernardo el Grande, donde los Canónigos Regulares de San Agustín consagran su vida a la oración y a rescatar a los viajeros perdidos en la montaña. Se presenta ante el Prior, quien le insta a que regrese a su casa a fin de completar sus estudios de latín antes de un eventual ingreso en el noviciado. Tras una infructuosa tentativa de incorporación tardía al estudio, Luis, muy a pesar suyo, renuncia a su proyecto por lo que decide instalarse en Alençon, donde vive con sus padres.
Allí llevó una existencia calma, solitaria, recogida, distribuyendo su tiempo entre la relojería, la lectura, la caza y sobre todo la pesca. Se había inscripto en un Círculo Católico de jóvenes. Este estilo de vida hace que sus amigos digan: «Luis es un santo».
Tantas son sus ocupaciones que Luis no ha pensado aun en el matrimonio. A su madre le preocupa, pero en la escuela de encajes, donde ella asiste a clase, se fija en una joven. ¿Y si fuera la «perla» que ella desea para su hijo? Aquella joven es Celia Guerin, nacida en Gandelain, el 23 de diciembre de 1831, la segunda de tres hermanos. Tanto el padre como la madre son de familia profundamente cristiana. En septiembre de 1844 se instalan en Alençon, donde las dos hermanas mayores reciben una esmerada educación en el internado de las Religiosas de los Sagrados Corazones de Picpus.
Celia piensa en la vida religiosa, al igual que su hermana mayor, pero la superiora de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, a quien Celia solicita su ingreso, le responde sin titubear que no es ésa la voluntad de Dios. La joven se inclina ante tan categórica afirmación, aunque no sin tristeza. Pero un hermoso optimismo sobrenatural la hace exclamar: «Dios mío, accederé al estado de matrimonio para cumplir con tu santa voluntad. Te ruego, pues, que me concedas muchos hijos y que se consagren a ti». Celia entra entonces en una escuela de encajes con objeto de perfeccionarse en la confección del punto de Alençon, técnica de encaje especialmente célebre. El 8 de diciembre de 1851, festividad de la Inmaculada Concepción, tiene una inspiración: «Debes fabricar punto de Alençon». A partir de ese momento instala por su cuenta su propia empresa. Con coraje se consagró a la confección de hilado del punto de Alençon. No era poca tarea dirigir una decena de obreras. Estas ejecutaban los pequeños cuadrados de puntilla y Celia se encargaba de ensamblarlos, remitir la mercadería y distribuir el trabajo.
Un día, al cruzarse con un joven, se siente fuertemente impresionada, y una voz interior le dice: «Este es quien he elegido para ti». Pronto se entera de su identidad; se trata de Luis Martin. En poco tiempo los dos llegan a apreciarse y a amarse, y el entendimiento es tan rápido que contraen matrimonio a la media noche del 13 de julio de 1858, según la costumbre de la época, tres meses después de su primer encuentro.
Cuando se trata de definir lo que caracterizaba verdaderamente a la familia Martin, se piensa espontáneamente en una palabra: el amor.
"El amor es paciente, servicial y sin envidia. No quiere aparentar ni se hace el importante. No actúa con bajeza, ni busca su propio interés. El amor no se deja llevar por la ira, sino que olvida las ofensas y perdona. Nunca se alegra de algo injusto y siempre le agrada la verdad. El amor disculpa todo; todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta. El amor nunca pasará" (I Cor. 13, 4-8).
He aquí la realidad que vivieron Luis y Celia Martin día a día. Lo transmitieron a sus hijos y cada uno supo renunciar a sí mismo, abandonar la pendiente natural de sus inevitables defectos, por la dicha del otro. No nacieron "santos". Llegaron a la santidad por una orientación constante de toda su vida centrada en lo esencial: Dios en primer lugar. El negocio de relojería permanecía cerrado los domingos, es el día del Señor, que se celebra en familia, primero con los oficios de la parroquia y luego con largos paseos; los niños disfrutan en las fiestas de Alençon, jalonadas de cabalgatas y de fuegos artificiales. Sea cual fuere el estado del tiempo, la familia asistía cada mañana a la misa llamada "de los obreros", a las 5.30 horas. Subrayemos la particular importancia de la Santísima Virgen en la familia, la cual devenía el principal personaje durante el mes de mayo. Era realmente la Madre y la Reina del hogar. Celia afirmaba: "Tengo motivos para confiar en la Virgen: he recibido de ella favores que sólo yo conozco".
Al inicio de su vida matrimonial y siguiendo los consejos de la época, Luis y Celia se proponen vivir como hermano y hermana, a ejemplo de San José y de la Virgen María. Diez meses de vida en común en total continencia hacen que sus almas se fundan en una intensa comunión espiritual, pero una prudente intervención de su confesor y el deseo de proporcionar hijos al Señor les mueven a interrumpir aquella experiencia. Celia escribirá más tarde a su hija Paulina: «Sentía el deseo de tener muchos hijos y educarlos para el Cielo». En menos de trece años tendrán nueve hijos, y su amor será hermoso y fecundo. «No vivíamos sino para nuestros hijos; eran toda nuestra felicidad y solamente la encontrábamos en ellos», escribirá Celia.
Sin embargo, su vida conyugal no está carente de pruebas. Tres de sus hijos mueren prematuramente; después fallece de repente María Elena, de cinco años y medio. Plegarias y peregrinaciones se suceden en medio de la angustia. Podemos darnos una idea de qué terribles pruebas fueron para los esposos los duelos sucesivos, siendo que habían acogido la vida con tanta generosidad. Celia hablará de "angustias mortales": "Creí que iba a morirme". "En cada nuevo duelo, para mí es como si amara más que a los otros al niño que pierdo".
Luis ayuda en todo a su esposa en sus tareas con los niños: sale a las cuatro de la madrugada en busca de una nodriza para uno de los más pequeños que está enfermo; acompaña a su mujer a diez kilómetros de Alençon durante una noche helada hasta la cabecera de su primer hijo, José; cuida a su hija mayor, María, cuando padece la fiebre tifoidea, a la edad de trece años, etc.
El gran dinamismo de Luis Martin es también impresionante. Para ayudar a Celia que se encuentra desbordada por el éxito de su empresa de encajes, abandona la relojería. El encaje se trabaja en piezas de 15 a 20 centímetros, empleándose hilos de lino de una gran calidad y de una finura extrema. Una vez ejecutado el «trazo», el «pedazo» pasa de mano en mano según el número de puntos de que se compone. A continuación se procede a su encajadura, una delicada labor que se consigue mediante agujas e hilos cada vez más finos. Es la propia Celia quien une de manera invisible las piezas que le traen las encajeras que trabajan a domicilio. Pero hay que buscar salidas para el producto, y Luis destaca en el aspecto comercial y hace que aumenten considerablemente los beneficios de la empresa.
Estos viajes de negocios que Luis debe realizar para el comercio del encaje, nos permiten acercarnos a las cartas que los esposos se envían mutuamente en este tiempo de ausencia. "El tiempo me parece largo, avanza demasiado lento para estar cerca de ti..." le escribía Luis. Por su parte Celia respondía: "Me siento tan feliz hoy ante el pensamiento de volver a verte, que no pude trabajar. Tu mujer que te ama más que a su vida". En una carta de Celia a su hermano Isidoro hace esta afirmación: "Es un santo mi marido, les deseo a todas las mujeres uno parecido".
La vida profundamente cristiana de los esposos Martin se abre naturalmente a la caridad para con el prójimo: limosnas discretas a las familias necesitadas, a las que se unen sus hijas, según su edad; asistencia a los enfermos, etc. No tienen miedo de luchar justamente para reconfortar a los oprimidos. Así mismo, realizan juntos las gestiones necesarias para que un indigente pueda entrar en el hospicio, cuando éste no tiene derecho al no tener suficiente edad para ello. Son servicios que sobrepasan los límites de la parroquia y que dan testimonio de un gran espíritu misionero: espléndidas ofrendas anuales para la Propagación de la Fe, participación en la construcción de una iglesia en Canadá, etc. Participan en los grupos laicales de su época como el Círculo Católico, Adoración Nocturna, las Conferencias de San Vicente de Paúl, y se consagran a la Virgen María llevando siempre el Escapulario del Carmen.
Sin embargo la intensa felicidad familiar de los Martin parece que no durará mucho tiempo. A partir de 1865, Celia se percata de la presencia de un tumor maligno en el pecho, surgido después de una caída contra el borde de un mueble. Al principio no se le concedió demasiada importancia; pero a finales de 1876 el mal se manifiesta y el diagnóstico es concluyente: «tumor fibroso no operable» a causa de su avanzado estado. Celia lo afronta hasta el final con toda valentía; consciente del vacío que supondrá su desaparición: "Si el buen Dios quiere curarme, estaré muy contenta, porque, en el fondo, deseo vivir; me cuesta dejar a mi marido y a mis hijas. Pero, por otra parte, me digo: si no me curo, es que tal vez pueda serles mas útil que parta".
Su muerte acontece el 28 de agosto de 1877. Para Luis, de 54 años de edad, supone un abatimiento, una profunda llaga que sólo se cerrará en el Cielo. Pero lo acepta todo, con un espíritu de fe ejemplar y con la convicción de que su «santa esposa» está en el Cielo. Y cumplirá con la labor que había empezado en la armonía de un amor intachable: la educación de sus cinco hijas. Para ello, escribe Teresita, «aquel corazón tierno de papá había añadido al amor que ya poseía un amor realmente maternal».
El hermano de Celia y su esposa se ofrece para ayudar a la familia Martin, invitando a Luis a trasladar su hogar a Lisieux. Para aquellas pequeñas huérfanas, la farmacia de su tío Isidoro será su segunda casa y la intimidad que une a ambas familias crecerá con las mismas tradiciones de sencillez, labor y rectitud. A pesar de los recuerdos y de las fieles amistades que podrían retenerlo en Alençon, Luis se decide a sacrificarlo todo y a mudarse a Lisieux.
La vida en los «Buissonnets», la nueva casa en Lisieux, es feliz y hermosa y se cultiva el recuerdo de la persona a la que el señor Martin sigue designando con el nombre de «su santa mamá». Las más jovencitas son confiadas a las Benedictinas del Monasterio Nuestra Señora del Prado en donde recibirán una educación adecuada. Y Luis sabe procurarles distracciones: sesiones teatrales, viajes a Trouville, estancia en París, etc., intentando que, a través de todas las realidades de la vida, encuentren la gloria de Dios y la santificación de sus almas.
Su santidad personal se revela sobre todo en la ofrenda de todas sus hijas, y después de sí mismo. Celia ya preveía la vocación de las dos mayores, pues Paulina ingresaba en el Carmelo de Lisieux en octubre de 1882, y María en octubre de 1886. Al mismo tiempo, Leonia, inicia una serie de infructuosos intentos; en primer lugar en las Clarisas, y luego en la Visitación, donde, tras dos intentos fallidos, acabará ingresando definitivamente en 1899. Teresa, la benjamina, la «pequeña reina», conseguirá vencer todos los obstáculos hasta ingresar con las Carmelitas Descalzas a los 15 años, en abril de 1888. Dos meses después, el 15 de junio, Celina revela a su padre que también ella siente la llamada de la vida religiosa. Ante aquel nuevo sacrificio, la reacción de Luis Martin es espléndida: «Ven, vayamos juntos ante el Santísimo a darle gracias al Señor por concederme el honor de llevarse a todas mis hijas».
Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz dará testimonio de la manera concreta en que su padre vivía el Evangelio: «Lo que más me llamaba la atención eran los progresos en la perfección que hacía papá; a imitación de San Francisco de Sales, había conseguido dominar su natural vivacidad, hasta el punto que parecía que poseía la naturaleza más dulce del mundo... Las cosas de este mundo apenas parecían rozarle, y se recuperaba con facilidad de las contrariedades de la vida... No tenía más que mirarlo para saber cómo rezan los santos». En mayo de 1888, en el transcurso de una visita a la iglesia donde se había celebrado su boda, a Luis se le representan las etapas de su vida, y enseguida se lo cuenta a sus hijas: «Hijas mías, acabo de regresar de Alençon, donde he recibido tantas gracias y consuelos en la iglesia de Nuestra Señora que he hecho la siguiente plegaria: Dios mío, ¡esto es demasiado! Sí, soy demasiado feliz, no es posible ir al Cielo de este modo, quiero sufrir algo por ti. Así que me he ofrecido...». La palabra «víctima» desaparece de sus labios, no se atreve a pronunciarla, pero sus hijas lo han comprendido.
Así pues, Dios no tarda en escuchar a su siervo. El 23 de junio de 1888, aquejado de accesos de arteriosclerosis que le afectan en sus facultades mentales, Luis Martin desaparece de su domicilio. Tras muchas tribulaciones, lo encuentran en Le Havre el día 27. Es el principio de una lenta e inexorable degradación física. Poco tiempo después de que Teresa tomara el hábito de Carmelita Descalza, momento en que se había mostrado «tan apuesto y tan digno», es víctima de una crisis de delirio que hace necesario su internamiento en el hospital del Buen Salvador de Caen; es una situación humillante que acepta con extraordinaria fe. Cuando consigue expresarse repite sin cesar: «Todo sea para la mayor gloria de Dios»; o también: «Nunca había sufrido una humillación en la vida, por eso necesitaba una». En mayo de 1892, cuando ya las piernas sufren de parálisis, lo devuelven a Lisieux. «Adiós, hasta el Cielo», consigue decir a sus hijas con motivo de su última visita al Carmelo. Se apagará dulcemente como consecuencia de una crisis cardíaca el 29 de julio de 1894, asistido por Celina, que había demorado su entrada en el Carmelo Teresiano para dedicarse a él.
En Luis y Celia se cumplen las palabras de Tertuliano, escritor cristiano del siglo III: “No hay palabras para expresar la felicidad de un matrimonio que la Iglesia una, la oblación divina confirma, la bendición consagra, los ángeles registran y el Padre lo ratifica. ¡Qué dulce es el yugo que une a dos fieles en una misma esperanza, en una misma ley, en un mismo servicio! Los dos son hermanos, los dos sirven al mismo Señor, no hay entre ellos desavenencia alguna, ni de carne ni de espíritu. Son verdaderamente dos en una misma carne; y donde la carne es una, el espíritu es uno. Rezan juntos, adoran juntos, ayunan juntos, se enseñan el uno al otro, se animan el uno al otro, se soportan mutuamente. Son iguales en la iglesia, iguales en el banquete de Dios. Comparten por igual las penas, las persecuciones, las consolaciones. No tienen secretos el uno para el otro; nunca rehúyen la compañía mutua; jamás son causa de tristeza el uno para el otro. Cantan juntos los salmos e himnos. Cristo se regocija viendo una familia así y les envía su paz. Donde están ellos, está también El presente y donde está El, el maligno no puede entrar”.
Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz llegará a decir: «El Señor me concedió un padre y una madre más dignos del Cielo que de la tierra». Que podamos llegar también nosotros, siguiendo su ejemplo, a la Morada eterna que la santa de Lisieux denomina «el hogar Paterno de los Cielos».
NIÑO ITALIANO VENCIO A LA MUERTE ASISTIDO POR LOS PADRES DE SANTA TERESITA
Luis Martin y Celia Guerin, los padres de Santa Teresa de Lisieux, perdieron a cuatro de sus nueve hijos cuando aún eran niños. Tal vez por eso, para muchos resulta un gesto de Dios que el milagro que ha permitido su beatificación como esposos sea la curación de un recién nacido italiano que presentaba un mortal problema congénito.
El niño del milagro es Pietro Schiliro, nacido en Milán el 25 de mayo de 2002. Pietro es el quinto hijo de Walter y Adela Schiliro. Tras el parto presentó graves dificultades para respirar, que obligaron a los médicos a practicar terapias de reanimación. El niño presentó, según el parte médico, una "malformación congénita caracterizada por una grave subversión de estructura pulmonar". En la práctica el pequeño Pietro era incapaz de respirar y según la ciencia, nunca podría hacerlo.
Los médicos desahuciaron al niño y ante su inminente muerte, los bautizaron el 3 de junio de ese año. Ese día, por sugerencia del sacerdote Carmelita Descalzo Fray Antonio Sangalli, Walter y Adela comenzaron una novena a los padres de Santa Teresita e invitaron a amigos y conocidos a sumarse a esta oración.
Con el correr de los días muchas personas se sumaron a la cruzada de oración por Pietro pidiendo a Luis y Celia su intercesión ante el Señor. El 29 de junio, cuando Walter y Adela llegaron al hospital en Monza preparados para el desenlace, los médicos les informaron que Pietro estaba mejorando. En unos días se curó por completo y el 27 de julio regresó a casa.